23 enero 2010

Mentes Paralelas, Vidas Dispersas

Playas, Ecuador – 20 de Julio del 2007 – 12:00 a.m.

Masturbo recuerdos para regresarte a la vida. Acaricio mi imaginación deletreando una a una tus palabras, pero no consigo devolverles tu sonrisa a mis personajes. Te fuiste huyéndole al punto final. Te fuiste porque le temías al "FIN". Nada es para siempre, solo tus letras y a ellas me aferro. Espero no me abandonen y como en el inicio de un cuento todo se repite: “Érase una vez”.

Escribía un relato. Hice una pausa y mirando detenidamente la mancha de sangre en la pared, lo que fuese algún día un mosquito lleno de sangre. Ese punto sangriento me sirvió para recordar que había una idea que me había perforado el cerebro – y digo perforado porque desde que atravesó mi cabeza me había dejado la sensación de que un pedazo de mi mente le pertenecía a otro. Tenía la extraña sensación de vivir una vida paralela. Era como si yo misma existía en otro país, pero seguía siendo yo. Tal vez me estaba volviendo loca entre tanta literatura. Ahí entre tanta letra iba dejando un poco mi cordura. Y es que mientras me cepillaba los dientes, la pasta de dientes cayó en mis pies y al agacharme a recogerla sentí que estaba en otro lugar. Y es que en fracciones de segundo el lugar lo veía distinto, cambiaba de escenario, de olores, estaba en otra casa. ¿Me estaba volviendo loca? ¿Que me estaba sucediendo? Yo ya no era yo, o había una extensión de mí en algún otro lugar. Y ese era uno de esos pensamientos que por locos y desquiciados los dejas pasar y piensas mejor en “¿Por que será que la vecina se viste de verde limón? Si ese color es tan horrible.”
“Yo soy Lucia del Monte, una mujer anciana que tiene más años que vida y llevo muchos años escribiendo”, me repetía a mi misma como para convencerme de mi identidad. Sin embargo, me perdía de un momento a otro, me extraviaba de mi misma.

Otra noche más sin dormir. Me pasaba toda la noche en vela y era como que a esa hora cuando todos dormían y extrañamente debía de sentir sueño, yo extrañamente me despertaba. Me bañaba y me sentaba en frente del computador, escribía y bebía hasta que ya no daba más. Había veces que lloraba porque me metía de lleno en las historias. Fue entonces que pensé “ya no soy nadie, ya no tengo personalidad propia”.
Es que escribir acerca de tantos personajes y sus vidas me ha dejado sin identidad. Me ha dejado sin personalidad, sin deseos propios. “¿Quien soy?”, me dije a mi misa, y de repente el golpe de la copa cayendo rota en el piso me despertó. “¿Acaso estoy ebria?”, pensé. Tuve que haberla tumbado con el hombro sin darme cuenta. ¿Será que sin darme cuenta deliraba o es que la verdad, como un espíritu buscando un cuerpo, se apoderaba de mí?

Estoy por terminar el relato cuyo fin me hace sentir muy satisfecha. En mis historias casi siempre se hacía justicia, moría el malo, vivía el bueno y vivían todos felices. “Al menos en las historias que escribo, existe la justicia”, suspiré. Y ya había salido el sol, los pajaritos cantaban y en vez de darme alegría de tremenda orquesta forestal, me entró un gran fastidio. El canto de los pájaros inmundos me taladraba el oído y yo quería paz. Extrañaba la madrugada, pero esta se había ido dándole paso a la mañana y sentí amargura de no poder congelar el tiempo. Apagué la computadora y me dispuse a dormir. Mientras cerraba mis ojos ya en mi cama, todo el cuarto parecía bailar a mi alrededor. Imágenes se repetían en mi mente. Veía caras que desconozco, pero que me sonreían. Veía niños que me abrazaban, ancianos que me escupían, eran todos mis personajes que como a su creadora, su Dios, me perseguían, me suplicaban y alababan. Me costaba trabajo dormir, pero caía poco a poco en el sueño. “Se acabó la jornada para mí”, pensaba mientras me arropaba y cambiaba de posición para acurrucarme con la almohada. Mas una inquietud en el alma me decía que en algún otro lugar, muy lejos de aquí, empezaba una nueva luna para mí.


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