03 marzo 2010

Mariposas de colores

Cuando estacioné el auto en el garaje, sabía que esa noche algo sería distinto. De afuera me perseguía un aroma a rosas y jazmines, mezclado con incienso. El aroma me dejaba un poco intranquilo. Olía a jardín, olía a lo que me imaginaba olería el paraíso.

Abrí la puerta de la casa y no escuché nada. No se escuchaba ni la televisión, ni la música que ella oía a todo volumen y que yo tanto odiaba, es música que yo decía ser de hippie. Ella siempre salía a saludarme con un beso, pero esta vez no salió. Sentí deseos de correr a nuestra habitación, pero algo en mí dijo que vaya a la terraza. Allí ella pasaba largas horas admirando la luna y las estrellas. A veces me decía que me quede con ella, pero yo no lo hacía. Muchas veces la dejaba sola allá arriba con la excusa de estar cansado y haber trabajado todo el día. En el fondo todo eso me aburría. Ella se quedaba ahí absorta admirando las estrellas.
“¿No lo sientes?”, me preguntaba.
“¿Qué cosa?”, contestaba yo sin la más mínima idea de lo que se refería.
“La magia. ¿No la sientes?”, me volvía a preguntar.
“No amor. Tengo sueño”, le respondía con mi discurso de siempre, “Aquí uno de los dos tiene que trabajar y traer el dinero. Yo no soy artista. Créeme, me gustaría serlo para poder darme el lujo de no hacer nada.”
Ella me miraba enojada, pero no decía nada y se bebía su copa de vino. Yo bajaba las escaleras pidiéndole que no se olvide de apagar las luces y no me daba cuenta de lo mucho que la hería.

Recordaba aquella escena mientras caminaba hacia la terraza. Al llegar abrí la puerta y en una milésima de segundo comprendí lo que quiere decir el vivir cada día de tu vida como si fuese el último. La encontré hermosa con su cabello negro largo ondulado como dormida, esperándome, pero yo no llegué a tiempo, no llegué. Arrodillado la admiraba, y hasta contaba cada una de sus pestañas. Sentía su paz. A pesar de la falta de rubor se veía más preciosa que nunca. Al verla pensé que ella conocía mucho mejor el mundo que le esperaba allá, que el mundo que había dejado acá. Bajé las escaleras con la vista nublada y con los ojos llenos de lágrimas no sabía a quien llamar. Lloraba y me lamentaba por no haberla sabido amar. Pasé años peleando con ella, o más bien no con ella sino con su manera de pensar. De alguna manera hasta la envidiaba. Yo era la materia, la lógica y las finanzas. Ella era tan diferente y tan incoherente con el mundo. Sus filosofías e ideales me enojaban porque los sentía siempre tan irreales, tan inmaduros. Casi siempre ella se sumía en su mundo al que yo no podía entrar, no porque no quisiera, sino porque sencillamente no tenía la capacidad de hacerlo. Ella siempre lo supo y yo sabía que le dolía porque ella, ella siempre me amó con todo su ser.

Llamé a la ambulancia y después de explicarle a la operadora lo que había visto, me di cuenta que lo que había dicho con voz quebrantada no era del todo cierto. Aquí no hay alguien que se había quitado la vida ingiriendo cincuenta pastillas, ya que yo sabía que ella ya había muerto hace mucho tiempo cuando sucedió aquel incidente con su padre. Ahí murió. Ahí se quedó en su mundo de estrellas y lunas. Ahí se me quedó y jamás la volví a ver. Ella jamás se logró recuperar. Ella no intentó quitarse la vida, no. La vida la mató.

Desde la terraza escuché las sirenas de la ambulancia a la distancia y corrí de regreso a donde se encontraba acostada, sin vida. Quería verla una vez más antes de que se la lleven. Pensé que tal vez ese día no debí haber ido al trabajo. Debí haberme quedado y abrazarla fuerte. Debí de haber perdido un día de mi realidad para estar con ella. Debí de haberla arrancado de ese mundo al que ella pertenecía si es que yo no podía entrar a con ella. Debí de haberme saltado la reja. Debí de haber invadido ese mundo y haberla rescatado. Quise regresar el tiempo para decirle que todo iba a estar bien. Tal vez un abrazo, tan solo un abrazo le habría salvado la vida a mi mujer. Pero me fui y ya no podía cambiar el orden de los hechos.

La ambulancia llegó al mismo tiempo que mi cordura. Al fin entendía las cosas que ella decía. Al fin entendí cuando ella me decía que no le importaban las cosas. Al fin entendí que ella solo quería ver junto a mi las estrellas del firmamento, más yo quería ver las de la televisión. Ahora daría todo por revivir aquel momento. Deseaba con todo mi ser volver a escuchar esa música que tanto odiaba. Quería volver a verla feliz, danzando ebria y descalza por la casa, diciéndome que me amaba e invitándome a su mundo mágico en la terraza. Hoy daría mi vida por ver las estrellas con ella.

Cayó la noche y sentí frío. Esa noche la luz de la luna alumbraba fuertemente junto a las estrellas. Estrellas que hoy ella ya no las vería. Ahora las veía yo solo. Las aprendí a ver ahora. Lloraba desconsolado porque ahora entendí a mi querida Ivonne. Ahora siento la magia de aquellas estrellas que jamás vi de esta manera.
“Míralas mi amor, hoy están tan hermosas y brillantes”, le decía con lágrimas en los ojos, “deslumbrando sobre tu cabeza, te han venido a ver”.
Volví a levantar la mirada hacia el cielo y le pedí perdón por no haberla comprendido sino hasta ahora.

Los dos jóvenes paramédicos que manejaban la ambulancia entraron y me encontraron llorando y hablando con ella. Al escucharlos me di la vuelta y los vi sorprendidos, pero no sabía por que. Por haber estado llorando no me había dado cuenta que mariposas de colores volaban en círculos sobre la cabeza de Ivonne y que una vez más aquel aroma a incienso perfumaba el ambiente. Nos quedamos todos callados. Uno de los muchachos tapaba su boca con la mano en señal de asombro y el otro agitado se movía en círculos sin saber como acercarse a ella para llevársela en la camilla. Se miraban entre ellos y se decían, “no se como acercarme a ella”.
Les dije, “no se preocupen que yo jamás aprendí”.



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17 febrero 2010

La Novia

Sentada desde aquel puente los carros se veían de juguete y la gente parecía hormigas. Estaba sentada, con el ramo en una mano y en la otra con la carta que contenía los resultados de aquel fatídico análisis. Pensaba que si no la hubiese abierto estaría ahí, llena de nervios y felicidad, esperando por él. Pero la abrí. Ya es demasiado tarde para fingir. El matrimonio era para toda la vida y yo sólo tenía tres meses. No era justo para él. Nada era justo. Todo desde ahí arriba se veía pequeño. Y yo me sentía inmensamente infeliz.

Llegó un momento en el que el dolor se hizo tan grande que ya no lo sentía. Sólo deseaba que de alguna manera un suceso milagroso ocurriese. Era como que deseaba que la muerte me viniera a buscar. Yo la esperaba. Deseaba encontrar en la muerte el alivio final, para dejar de pensar que estaba condenada a morir y él a vivir sin mí.

Ya no sabía si seguir llorando. Ya no sabía si seguía ahí. Mis pensamientos me llevaron a otro lugar. No sabía si me había adelantado al infierno o si seguía estando la tierra. Ya no supe distinguir. En ese momento un pordiosero se me acercó. Creo que estaba enojado porque me hacía gestos con las manos para que me vaya. Yo estaba en lo que era su casa, y por su cara deduje que le asustaba mi actitud extraña. “Irónico”, pensé, la asustada debía de ser yo.

El hombre me observó por un buen rato, hasta que se decidió a hablarme. “¿Qué hace usted en este puente vestida de novia?”
No le contesté. Se dirigió de nuevo hacia mí con cara de reproche, “Tu novio te debe de estar esperando”. Tampoco le contesté.
“Sabes”, me dijo, “yo algún día tuve una novia así linda como tú”. Contaba el hombre con un aire de nostalgia, “Ella me hizo el hombre más feliz del mundo”.
Ahí voltee a verlo y le pregunte “¿Y qué paso?”.
A lo que el hombre contestó, “Ella murió”.
Su respuesta me estalló en el pecho. “¡No puede ser! ¿Por eso te hiciste pordiosero?”, le pregunté.
“No, lo hice porque ella no me dio la oportunidad de estar a su lado antes de morir. Prefirió irse. Prefirió dejarme solo. No me permitió vivir con ella los últimos instantes de su vida”. Aquellas palabras hicieron que una nube explotara en mi cabeza y desperté de lo que había sido un extraño trance. Al abrir los ojos vi que el pordiosero me seguía haciendo señas de lejos. Salí corriendo a la iglesia.

Llegué y ya no había nadie. Me senté en la primera banca desconsolada. Había sido un día muy extraño para mí. No sabía con que cara acercarme a José. ¿Qué diría él? ¿Qué explicación podría darle? ¿Me perdonaría? Pensé en el amor infinito que siento por él y en la injusticia de mi sentencia. ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué?

En ese momento sentí el golpe helado del agua en mi cara. “Despierta dormilona”, me dijo José mientras me salpicaba un poco del agua que estaba bebiendo. Me había quedado dormida en el sofá. Estábamos en la casa de sus padres pasando unas vacaciones en la playa. Me sentí aliviada. Había sido sólo un sueño. Lo llamé con voz de niña engreída y le pregunte “¿Me amas?”.
“Más que a mi vida misma”, me contestó con una ternura que solo él poseía.
“José, prométeme que nunca me vas a pedir que me case contigo”, le dije firmemente.
“¿Por qué?”, preguntó siguiéndome la corriente, “¿Acaso me dejarías plantado en el altar?”
Demore unos segundos en responderle. “Temo no poder cumplirte y estar contigo para toda la vida”, le dije mirándolo a los ojos.
“¡Qué cosas dices mi amor!”, dijo con seguridad, “tú y yo siempre estaremos juntos”.
“Si mi amor, siempre”, suspiré.
Le di un beso apasionado, de aquellos que parecen no tener final, de aquellos en los que dejas un poco tu vida en los labios de la otra persona. Luego le acaricié la mejilla y le dije que iba al baño. De pie en el baño me miraba al espejo y apreciaba en mis ojos la felicidad del amor. Sin embargo me vi un poco demacrada y pálida. Intenté cubrirme las ojeras con algo de maquillaje y de peinarme un poco. Abrí la llave mientras observaba impávida como los mechones de cabello se iban por el caño silenciosamente, así como se me iba la vida.


Y es ahora que aprendo a vivir
Ahora que me duele cada uno de los órganos
Ahora que la juventud se me escapa de las manos
Aprendo ahora lo que es vivir
Y las ganas son mucho más que el tiempo
Ya no discuto ni celebro
Estoy en un estado de alegría constante
Tan sólo con saber que aún respiro, existo.

Ya no me interesan la ropa ni los zapatos
Me interesa mucho menos la gente
O los llantos escondidos, las máscaras
Yo camino descalza y desnuda
En medio del campo de batalla
Es ahora que aprendo a vivir.

Es ahora que aprendo a vivir
Ya no deseo ser mejor ni peor
Porque al fin entendí quien fui
Porque al fin me entendí.
Me amo y me acepto,
Será que sólo así se puede
Con dignidad y felicidad morir.



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