El dolor no es lo mismo que el amor
El dolor no es lo mismo que el amor
No te ha pasado alguna vez
Desear no querer
Cuando lo querido se convierte
En un torbellino
Y miras al cielo buscando consuelo
Se da como solución un par de te quieros
Que se escuchan hirientes y fríos
Y tu alma se escapa
Sin dar razón a tu cuerpo
Porque no soporta más el dolor
Que de él emana ya sin corazón.
Y con los dedos me saco de la boca lo que parecía un trozo de pan seco, pero es demasiado duro para ser pan. “Me ha roto un diente este hijo de puta”, murmuro.
Lo tiro en la basura y camino lentamente a la cama. Me quito los zapatos con desgano y me acuesto, pero no duermo. Había quedado en un estado de letargo desde que él se fue, o lo boté, que viene a ser lo mismo. Ya lo extrañaba y no distinguía que me dolía más. Solo sabía que la agonía era intensa. Caía la noche, la soledad y su recuerdo me perseguían. Me buscaban para mofarse de mí, recordándome que no había otro como él. Desde que él había aparecido en mi vida había comprendido muchas cosas acerca de mí. Él me enseñó a amar a mis defectos más que a mis virtudes. Él y tan solo él había logrado desnudar mi alma. El solo hecho de escuchar su voz era para mí como un orgasmo vocal. Él era la causa de mis placeres y mis dolores también.
Pero él ya no estaba, y caminaba por la casa tocando los lugares donde habíamos hecho el amor. Me acordé de nuestro sitio favorito y como si me lo fuese a encontrar afuera abrí la puerta y salí corriendo. Me acerqué a aquel tronco y lo golpeé con ira, como si de esa manera me devolvería un poco de la felicidad que en él derramé. Aquel árbol había sido testigo de nuestro idilio, de nuestras borracheras en la madrugada. El árbol sabía que lo extrañaba, sus ramas estaban caídas y sus hojas lucían opacas. Y es que la casa estaba triste y el árbol se lo notaba gris porque él no estaba y yo me había ido con él. Era yo un manojo de nervios, un caparazón de piel y cabello, ya que mi espíritu se había ido con él.
Entre la mezcla de alcohol y pastillas me disponía a dormir y la costumbre de hablar con él por las noches me sobrecogió y me encontré hablándole a su recuerdo. Así entre lágrimas y aquella sensación de adormecimiento, cuando ya no sientes ni los pies, me arrastré hasta la puerta con la esperanza de que él estaría del otro lado esperando a que le abra. Mas se hacía tarde, me vencía el cansancio y terminé quedándome dormida en el sofá. El sofá que estaba situado mirando hacia la puerta, como si esperando que regrese.
Me sorprendió la mañana y el dolor de cuerpo me puso de mal humor. Recogía los restos de lo que parecía una fiesta: colillas de cigarrillos y botellas vacías en las esquinas de los muebles. Renegaba diciéndome a mi misma que ya no bebería ni fumaría nunca más en la vida. Me quitaba la ropa y caminando desnuda recorrí toda la casa buscando el teléfono. Ni una sola llamada perdida. ¿Ya tan rápido se había olvidado de mí? ¿Habrá pasado la noche con otra? Encendí la radio y me metí a la ducha. Mientras el agua acariciaba mi cuerpo, sentí un ardor intenso en el rostro. Recordé entonces porque el ya no estaba aquí y sabia que a pesar de mi agonía, era mejor así. Entre una mezcla de alivio y rencor me vestía mientras la radio tocaba la canción aquella, la de los dos. No cambié la canción. La empecé a cantar a todo pulmón mientras con un martillo viejo de aspecto tenebroso rompía uno a uno todos sus video-juegos. Agarré luego los pedazos y los metí en una cajita. Busqué un lazo azul que tenía de un obsequio anterior y les adherí una nota que leía: “Así me dejaste la cara, maricón”.
Copyright © 2010. LauraOrvieto.com. Todos los derechos reservados.
Desear no querer
Cuando lo querido se convierte
En un torbellino
Y miras al cielo buscando consuelo
Se da como solución un par de te quieros
Que se escuchan hirientes y fríos
Y tu alma se escapa
Sin dar razón a tu cuerpo
Porque no soporta más el dolor
Que de él emana ya sin corazón.
Y con los dedos me saco de la boca lo que parecía un trozo de pan seco, pero es demasiado duro para ser pan. “Me ha roto un diente este hijo de puta”, murmuro.
Lo tiro en la basura y camino lentamente a la cama. Me quito los zapatos con desgano y me acuesto, pero no duermo. Había quedado en un estado de letargo desde que él se fue, o lo boté, que viene a ser lo mismo. Ya lo extrañaba y no distinguía que me dolía más. Solo sabía que la agonía era intensa. Caía la noche, la soledad y su recuerdo me perseguían. Me buscaban para mofarse de mí, recordándome que no había otro como él. Desde que él había aparecido en mi vida había comprendido muchas cosas acerca de mí. Él me enseñó a amar a mis defectos más que a mis virtudes. Él y tan solo él había logrado desnudar mi alma. El solo hecho de escuchar su voz era para mí como un orgasmo vocal. Él era la causa de mis placeres y mis dolores también.
Pero él ya no estaba, y caminaba por la casa tocando los lugares donde habíamos hecho el amor. Me acordé de nuestro sitio favorito y como si me lo fuese a encontrar afuera abrí la puerta y salí corriendo. Me acerqué a aquel tronco y lo golpeé con ira, como si de esa manera me devolvería un poco de la felicidad que en él derramé. Aquel árbol había sido testigo de nuestro idilio, de nuestras borracheras en la madrugada. El árbol sabía que lo extrañaba, sus ramas estaban caídas y sus hojas lucían opacas. Y es que la casa estaba triste y el árbol se lo notaba gris porque él no estaba y yo me había ido con él. Era yo un manojo de nervios, un caparazón de piel y cabello, ya que mi espíritu se había ido con él.
Entre la mezcla de alcohol y pastillas me disponía a dormir y la costumbre de hablar con él por las noches me sobrecogió y me encontré hablándole a su recuerdo. Así entre lágrimas y aquella sensación de adormecimiento, cuando ya no sientes ni los pies, me arrastré hasta la puerta con la esperanza de que él estaría del otro lado esperando a que le abra. Mas se hacía tarde, me vencía el cansancio y terminé quedándome dormida en el sofá. El sofá que estaba situado mirando hacia la puerta, como si esperando que regrese.
Me sorprendió la mañana y el dolor de cuerpo me puso de mal humor. Recogía los restos de lo que parecía una fiesta: colillas de cigarrillos y botellas vacías en las esquinas de los muebles. Renegaba diciéndome a mi misma que ya no bebería ni fumaría nunca más en la vida. Me quitaba la ropa y caminando desnuda recorrí toda la casa buscando el teléfono. Ni una sola llamada perdida. ¿Ya tan rápido se había olvidado de mí? ¿Habrá pasado la noche con otra? Encendí la radio y me metí a la ducha. Mientras el agua acariciaba mi cuerpo, sentí un ardor intenso en el rostro. Recordé entonces porque el ya no estaba aquí y sabia que a pesar de mi agonía, era mejor así. Entre una mezcla de alivio y rencor me vestía mientras la radio tocaba la canción aquella, la de los dos. No cambié la canción. La empecé a cantar a todo pulmón mientras con un martillo viejo de aspecto tenebroso rompía uno a uno todos sus video-juegos. Agarré luego los pedazos y los metí en una cajita. Busqué un lazo azul que tenía de un obsequio anterior y les adherí una nota que leía: “Así me dejaste la cara, maricón”.
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