Padre Nuestro

Mientras su mano áspera apretaba mi cara, podría haber sentido su pene penetrando mi vagina si hubiese querido, pero mi mente estaba en otra dimensión. El asco, lo irreal de aquel momento tan desquiciado me había obligado a aprender a abandonar mi cuerpo. En ese momento me convertía en nada, era silencio. Yo no existía en ese momento. Él se satisfacía con mi cuerpito vacío. Las emociones, las sensaciones se iban conmigo a recorrer otro destino, un poco más favorable que el mío. El sonido de unas pisadas dirigiéndose a la escalera me despertó a la realidad.
“Vístete mocosa que nos puede ver mi esposa”, dijo el monstruo mientras me soltaba. La cara aún roja por la mordaza de aquella garra animal era sin duda prueba suficiente de que algo andaba mal, sin embargo su esposa asomó la cabeza y preguntó: “¿Todo bien con las clases de piano?”. No respondí.
“Ya verás Mercedes, tu tío te va a enseñar las mejores notas musicales”.
Mis ojos denotaban que había estado llorando. Yo sé que la Tía Dolores lo notaba. Yo lo sé. Lo que no sé es por que se hacía la que no veía nada. Mi amiguita Paquita, otra niña de mi edad, me ofreció más de una vez acompañarme al cuartel de policía para denunciar a mi tío. Lo pensé durante muchas de las noches en vela que pasada en mi cuarto. “No quiero que mi tío mate a mi mamita. Si me mata a mi no me importa”, le decía a Paquita.
“Pero Mercedes, ¡tienes que denunciar lo que tu tío te hace!”, me contestaba con un tono de desesperación que no iba de acuerdo con su corta edad. Yo sólo podía agachar la cabeza y sin ninguna intención de hacerle caso le mentía diciéndole que lo iba a pensar.
Esa tarde teníamos planes de ir juntas al parque para jugar en la resbaladera, pero ella ya se imaginaba que no iría. “Hoy no Paquita”, le dije con desilusión.
“¿Aun te duele?” Me preguntó.
“Si, me duele mucho”, sollozando le admití.
De alguna manera, esa última conversación con Paquita me dio el valor necesario para acercarme al padre de la parroquia a la que asistíamos todos los domingos. Después de la misa entré al confesionario para contarle mi tragedia al cura. Después de callar por tanto tiempo pensé que al desahogarme con él, no solo me ayudaría a buscar consuelo en oración, sino que por fin lo aprenderían a mi tío. Por fin lo alejarían de mí y por fin le harían pagar por todo lo que me había hecho.
“Padre, he venido a contarle mi tragedia”, empecé a hablar, luchando con las ganas de llorar.
“Me va a costar mucho trabajo decirle esto padre. Por favor ayúdeme. Se lo ruego.”
Ya sin poder contenerme, las lágrimas rodaron por mi cara cual cataratas.
“Hija mía”, empezó a hablar con un tono demasiado frío, “ya todo me lo ha contado Paquita”.
Hizo una pausa, calculando las palabras exactas a decir.
“Me parece de muy mal gusto que te inventes esas historias acerca de tu tío solo para escaparte de las lecciones de piano”. Quise responder, pero el cura levantó la mano para que me mantuviera callada. Con un tono casi militar continuó su sermón:
“Tu tío, Don Justo, es un hombre muy bueno. Viene todos los domingos a misa de la mano de tu tía Dolores. Él es la cabeza de una familia muy creyente, que siempre ha seguido la fe de Cristo”.
Al escucharlo sentí como la sangre hervía dentro de mi pequeño cuerpo. Empecé a respirar rápidamente y tuve que cerrar los ojos para tratar de calmarme. Todo me daba vueltas. De repente sentí unas nauseas incontrolables – tal era mi nivel de asco.
“No me siento bien Padre”, dije y al instante vomité. Ese día saqué en el vomito toda la podredumbre que depositó en mí ese monstruo y que por tanto tiempo había estado guardando. El cura al ver en el estado en que me encontraba dedujo que todo esto se debía a que me encontraba poseída y que la única manera de ayudarme era trayéndome botellitas de agua bendita.
Una vez que pude levantar la cabeza, lo miré fijamente a los ojos, ahora de manera desafiante y haciendo puño de mis dos pequeñas manos grité a todo pulmón:
“¡Padre, ese monstruo a quien usted defiende me ha violado desde que tengo seis anos!”
El cura, aparentemente avergonzado por la escena que estaba causando, contestó:
“No digas esas cosas hija. A tu corta edad no sabes discernir entre lo que está bien y lo que está mal. Recuerda que mentir es pecado”.
“Y el ser violador padre, ¿eso no es pecado?”, continué gritando con todas mis fuerzas.
“Baja la voz Mercedes”, dijo el cura agarrándome del brazo, “estás alarmando a los demás feligreses”.
En ese momento me di cuenta que todos los feligreses me miraban horrorizados, señalándome y comentando entre ellos “esa es la niña que se está inventado cosas acerca de Don Justo”.
Comentaba la vecina, a quien Don Justo le había prestado dinero para pagar sus cuentas de hospital ya que ella no tiene seguro médico en el restaurante donde trabaja de mesera. Comentaba el abogado que alimenta a toda su familia con lo que Don Justo le propicia por asesoría legal en sus múltiples negocios. Me señalaba la monjita quien siempre que necesita recaudar fondos para algún evento de la iglesia, le vende sus rompopes en cantidades industriales a Don Justo. Me miraba el monaguillo, quien era encargado de contar las ofrendas y sabía las cantidades exuberantes que Don Justo daba de diezmo todos los domingos.
Todos me miraban, comentaban y señalaban. Sin ya escuchar lo que decían sobre mí, iba yo agachando la cabeza rumbo a la puerta mientras aquellas miradas me cercenaban la piel. Llegando al portón paré frente a una estatua de Jesucristo sacrificado en la cruz, sangre brotando de sus manos y pies. Inmediatamente bajé la mirada para ver mis propias manitas, abolladas por los maltratos de Don Justo y me di cuenta que mi vestidito de domingo estaba lleno de vomito. En ese momento volví a fijar la mirada en la estatua de aquel que estaba en la cruz y con la frente en alto dejé atrás ese lugar. Caminado, en un instante miré para atrás y me dije a mí misma: “Padre nuestro que estás en el cielo, porque ahí no estás”.
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