17 febrero 2010

La Novia

Sentada desde aquel puente los carros se veían de juguete y la gente parecía hormigas. Estaba sentada, con el ramo en una mano y en la otra con la carta que contenía los resultados de aquel fatídico análisis. Pensaba que si no la hubiese abierto estaría ahí, llena de nervios y felicidad, esperando por él. Pero la abrí. Ya es demasiado tarde para fingir. El matrimonio era para toda la vida y yo sólo tenía tres meses. No era justo para él. Nada era justo. Todo desde ahí arriba se veía pequeño. Y yo me sentía inmensamente infeliz.

Llegó un momento en el que el dolor se hizo tan grande que ya no lo sentía. Sólo deseaba que de alguna manera un suceso milagroso ocurriese. Era como que deseaba que la muerte me viniera a buscar. Yo la esperaba. Deseaba encontrar en la muerte el alivio final, para dejar de pensar que estaba condenada a morir y él a vivir sin mí.

Ya no sabía si seguir llorando. Ya no sabía si seguía ahí. Mis pensamientos me llevaron a otro lugar. No sabía si me había adelantado al infierno o si seguía estando la tierra. Ya no supe distinguir. En ese momento un pordiosero se me acercó. Creo que estaba enojado porque me hacía gestos con las manos para que me vaya. Yo estaba en lo que era su casa, y por su cara deduje que le asustaba mi actitud extraña. “Irónico”, pensé, la asustada debía de ser yo.

El hombre me observó por un buen rato, hasta que se decidió a hablarme. “¿Qué hace usted en este puente vestida de novia?”
No le contesté. Se dirigió de nuevo hacia mí con cara de reproche, “Tu novio te debe de estar esperando”. Tampoco le contesté.
“Sabes”, me dijo, “yo algún día tuve una novia así linda como tú”. Contaba el hombre con un aire de nostalgia, “Ella me hizo el hombre más feliz del mundo”.
Ahí voltee a verlo y le pregunte “¿Y qué paso?”.
A lo que el hombre contestó, “Ella murió”.
Su respuesta me estalló en el pecho. “¡No puede ser! ¿Por eso te hiciste pordiosero?”, le pregunté.
“No, lo hice porque ella no me dio la oportunidad de estar a su lado antes de morir. Prefirió irse. Prefirió dejarme solo. No me permitió vivir con ella los últimos instantes de su vida”. Aquellas palabras hicieron que una nube explotara en mi cabeza y desperté de lo que había sido un extraño trance. Al abrir los ojos vi que el pordiosero me seguía haciendo señas de lejos. Salí corriendo a la iglesia.

Llegué y ya no había nadie. Me senté en la primera banca desconsolada. Había sido un día muy extraño para mí. No sabía con que cara acercarme a José. ¿Qué diría él? ¿Qué explicación podría darle? ¿Me perdonaría? Pensé en el amor infinito que siento por él y en la injusticia de mi sentencia. ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué?

En ese momento sentí el golpe helado del agua en mi cara. “Despierta dormilona”, me dijo José mientras me salpicaba un poco del agua que estaba bebiendo. Me había quedado dormida en el sofá. Estábamos en la casa de sus padres pasando unas vacaciones en la playa. Me sentí aliviada. Había sido sólo un sueño. Lo llamé con voz de niña engreída y le pregunte “¿Me amas?”.
“Más que a mi vida misma”, me contestó con una ternura que solo él poseía.
“José, prométeme que nunca me vas a pedir que me case contigo”, le dije firmemente.
“¿Por qué?”, preguntó siguiéndome la corriente, “¿Acaso me dejarías plantado en el altar?”
Demore unos segundos en responderle. “Temo no poder cumplirte y estar contigo para toda la vida”, le dije mirándolo a los ojos.
“¡Qué cosas dices mi amor!”, dijo con seguridad, “tú y yo siempre estaremos juntos”.
“Si mi amor, siempre”, suspiré.
Le di un beso apasionado, de aquellos que parecen no tener final, de aquellos en los que dejas un poco tu vida en los labios de la otra persona. Luego le acaricié la mejilla y le dije que iba al baño. De pie en el baño me miraba al espejo y apreciaba en mis ojos la felicidad del amor. Sin embargo me vi un poco demacrada y pálida. Intenté cubrirme las ojeras con algo de maquillaje y de peinarme un poco. Abrí la llave mientras observaba impávida como los mechones de cabello se iban por el caño silenciosamente, así como se me iba la vida.


Y es ahora que aprendo a vivir
Ahora que me duele cada uno de los órganos
Ahora que la juventud se me escapa de las manos
Aprendo ahora lo que es vivir
Y las ganas son mucho más que el tiempo
Ya no discuto ni celebro
Estoy en un estado de alegría constante
Tan sólo con saber que aún respiro, existo.

Ya no me interesan la ropa ni los zapatos
Me interesa mucho menos la gente
O los llantos escondidos, las máscaras
Yo camino descalza y desnuda
En medio del campo de batalla
Es ahora que aprendo a vivir.

Es ahora que aprendo a vivir
Ya no deseo ser mejor ni peor
Porque al fin entendí quien fui
Porque al fin me entendí.
Me amo y me acepto,
Será que sólo así se puede
Con dignidad y felicidad morir.



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