Cuando estacioné el auto en el garaje, sabía que esa noche algo sería distinto. De afuera me perseguía un aroma a rosas y jazmines, mezclado con incienso. El aroma me dejaba un poco intranquilo. Olía a jardín, olía a lo que me imaginaba olería el paraíso.
Abrí la puerta de la casa y no escuché nada. No se escuchaba ni la televisión, ni la música que ella oía a todo volumen y que yo tanto odiaba, es música que yo decía ser de hippie. Ella siempre salía a saludarme con un beso, pero esta vez no salió. Sentí deseos de correr a nuestra habitación, pero algo en mí dijo que vaya a la terraza. Allí ella pasaba largas horas admirando la luna y las estrellas. A veces me decía que me quede con ella, pero yo no lo hacía. Muchas veces la dejaba sola allá arriba con la excusa de estar cansado y haber trabajado todo el día. En el fondo todo eso me aburría. Ella se quedaba ahí absorta admirando las estrellas.
“¿No lo sientes?”, me preguntaba.
“¿Qué cosa?”, contestaba yo sin la más mínima idea de lo que se refería.
“La magia. ¿No la sientes?”, me volvía a preguntar.
“No amor. Tengo sueño”, le respondía con mi discurso de siempre, “Aquí uno de los dos tiene que trabajar y traer el dinero. Yo no soy artista. Créeme, me gustaría serlo para poder darme el lujo de no hacer nada.”
Ella me miraba enojada, pero no decía nada y se bebía su copa de vino. Yo bajaba las escaleras pidiéndole que no se olvide de apagar las luces y no me daba cuenta de lo mucho que la hería.
Recordaba aquella escena mientras caminaba hacia la terraza. Al llegar abrí la puerta y en una milésima de segundo comprendí lo que quiere decir el vivir cada día de tu vida como si fuese el último. La encontré hermosa con su cabello negro largo ondulado como dormida, esperándome, pero yo no llegué a tiempo, no llegué. Arrodillado la admiraba, y hasta contaba cada una de sus pestañas. Sentía su paz. A pesar de la falta de rubor se veía más preciosa que nunca. Al verla pensé que ella conocía mucho mejor el mundo que le esperaba allá, que el mundo que había dejado acá. Bajé las escaleras con la vista nublada y con los ojos llenos de lágrimas no sabía a quien llamar. Lloraba y me lamentaba por no haberla sabido amar. Pasé años peleando con ella, o más bien no con ella sino con su manera de pensar. De alguna manera hasta la envidiaba. Yo era la materia, la lógica y las finanzas. Ella era tan diferente y tan incoherente con el mundo. Sus filosofías e ideales me enojaban porque los sentía siempre tan irreales, tan inmaduros. Casi siempre ella se sumía en su mundo al que yo no podía entrar, no porque no quisiera, sino porque sencillamente no tenía la capacidad de hacerlo. Ella siempre lo supo y yo sabía que le dolía porque ella, ella siempre me amó con todo su ser.
Llamé a la ambulancia y después de explicarle a la operadora lo que había visto, me di cuenta que lo que había dicho con voz quebrantada no era del todo cierto. Aquí no hay alguien que se había quitado la vida ingiriendo cincuenta pastillas, ya que yo sabía que ella ya había muerto hace mucho tiempo cuando sucedió aquel incidente con su padre. Ahí murió. Ahí se quedó en su mundo de estrellas y lunas. Ahí se me quedó y jamás la volví a ver. Ella jamás se logró recuperar. Ella no intentó quitarse la vida, no. La vida la mató.
Desde la terraza escuché las sirenas de la ambulancia a la distancia y corrí de regreso a donde se encontraba acostada, sin vida. Quería verla una vez más antes de que se la lleven. Pensé que tal vez ese día no debí haber ido al trabajo. Debí haberme quedado y abrazarla fuerte. Debí de haber perdido un día de mi realidad para estar con ella. Debí de haberla arrancado de ese mundo al que ella pertenecía si es que yo no podía entrar a con ella. Debí de haberme saltado la reja. Debí de haber invadido ese mundo y haberla rescatado. Quise regresar el tiempo para decirle que todo iba a estar bien. Tal vez un abrazo, tan solo un abrazo le habría salvado la vida a mi mujer. Pero me fui y ya no podía cambiar el orden de los hechos.
La ambulancia llegó al mismo tiempo que mi cordura. Al fin entendía las cosas que ella decía. Al fin entendí cuando ella me decía que no le importaban las cosas. Al fin entendí que ella solo quería ver junto a mi las estrellas del firmamento, más yo quería ver las de la televisión. Ahora daría todo por revivir aquel momento. Deseaba con todo mi ser volver a escuchar esa música que tanto odiaba. Quería volver a verla feliz, danzando ebria y descalza por la casa, diciéndome que me amaba e invitándome a su mundo mágico en la terraza. Hoy daría mi vida por ver las estrellas con ella.
Cayó la noche y sentí frío. Esa noche la luz de la luna alumbraba fuertemente junto a las estrellas. Estrellas que hoy ella ya no las vería. Ahora las veía yo solo. Las aprendí a ver ahora. Lloraba desconsolado porque ahora entendí a mi querida Ivonne. Ahora siento la magia de aquellas estrellas que jamás vi de esta manera.
“Míralas mi amor, hoy están tan hermosas y brillantes”, le decía con lágrimas en los ojos, “deslumbrando sobre tu cabeza, te han venido a ver”.
Volví a levantar la mirada hacia el cielo y le pedí perdón por no haberla comprendido sino hasta ahora.
Los dos jóvenes paramédicos que manejaban la ambulancia entraron y me encontraron llorando y hablando con ella. Al escucharlos me di la vuelta y los vi sorprendidos, pero no sabía por que. Por haber estado llorando no me había dado cuenta que mariposas de colores volaban en círculos sobre la cabeza de Ivonne y que una vez más aquel aroma a incienso perfumaba el ambiente. Nos quedamos todos callados. Uno de los muchachos tapaba su boca con la mano en señal de asombro y el otro agitado se movía en círculos sin saber como acercarse a ella para llevársela en la camilla. Se miraban entre ellos y se decían, “no se como acercarme a ella”.
Les dije, “no se preocupen que yo jamás aprendí”.
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