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04 abril 2010

Si miras arriba, el cielo siempre estuvo ahí

No lo encontraba porque lo buscaba en los lugares equivocados. Un amor tan puro como el de él no puede estar en un solo lugar. Está en todas partes donde lo quieras buscar. Para ir al cielo no hace falta morir. Si miras arriba, el cielo siempre estuvo ahí. Yo creo en él, porque así lo soñé. Hay momentos en los que lo siento más cerca. Creo que de algún modo se conecta conmigo a través de personas que como yo lo buscan en las cosas más sencillas de la vida, en la sonrisa de un niño o en un simple atardecer. Sé que hoy le crucificaron, sé que luego se elevó a los cielos. No hay prueba tangible que hable de eso como cierto. Muchos son los que no creen. Yo era uno de ellos hasta que un día le soñé.

Entraba a lo que parecía una tienda en medio del cielo. Adentro le acompañaban los que me imagino serían sus discípulos. Yo vestía un cuerpo de niña. Digo vestía porque eso es lo que yo pienso es nuestro cuerpo físico, una ropa que envuelve nuestro verdadero ser. El me recibió sentado y a sus pies había una especie de lavacara con la cual le lavé los pies. Me postré frente a él porque sólo eso me nacía hacer delante de su santa presencia. Él a cambio me dio de comer algo que se veía blanco como un algodón. Este sueño lo tuve hace muchísimos años y cada domingo de resurrección me acuerdo de él.

Yo sé que hay muchas razones por las cuales no creer. Sé que es demasiado fácil perder la fe, o no tenerla del todo y que para algunos no vale la pena creer. Pero, yo sin aferrarme a una institución, o palabra de ningún libro, creo. Creo porque lo siento en mis entrañas. Yo creo en él. No me avergüenzo de aceptarlo delante de los incrédulos del mundo. Porque él no se avergüenza de mí y me acepta de visita en su cielo, así sea en sueños.



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18 marzo 2010

Rostros



Rostros


Vemos rostros

Vemos gente

Sin darnos cuenta

Que no son gente

No son rostros

Son experiencias

Son lágrimas

Son felicidad

Son secretos

Son vida.


Vemos un par de ojos

Que nos miran

Pero no son ojos

Son puertas a la luz

Son el faro

Que nos indicará

El camino a seguir.


Vemos niños

Los vemos jugar

Pero estos no son niños

No están jugando

Son espíritus maestros

Que nos vienen a enseñar

A tener paciencia

A mostrarnos

Nuestro mundo viejo

Desde su perspectiva nueva

Donde no es necesario ver

Para percibir

Un nuevo despertar.




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13 marzo 2010

Por Amor Nadie Muere

Puedo caminar hasta cuando me duelen los pies, pero no consigo dar un solo paso con dolor en el corazón.

Los artistas como yo conocemos nuestro final. Escribo ahora mi última carta, la que espero lea él, aunque no se si me ama o si alguna vez me amó como yo le amé.

Querido Rubén,

Pausé y miré hacia el horizonte. Sentí una sensación de apuro, como si la muerte se fuese a enojar por hacerla esperar unos minutos más. Pensé en mi madre, en la familia y en toda la gente que se molestaría por mi suicidio en plena época Navideña. Sonriendo me dije a mi mismo, “cada quien se mata cuando quiere”. Hasta planeando mi suicido contaba con sentido del humor.

Lo cierto es que yo no me suicidaba porque quería, sino porque ya no podía más con mi dolor. Ahora que lo pienso, nunca pude con este mundo. No se si el mundo me terminó comiendo vivo o yo me termine comiendo al mundo. Lo que sé es que el débil terminé siendo yo.

Querido Rubén,

Espero que…


Una vez más me detuve, agarré la hoja y la arrugué contra mi pecho. ¡No podía ni escribir la puta carta! Me dolía el alma y a no podía más. ¿Qué se hace cuando ves que la vida se te va de las manos? ¿Qué se hace cuando ves a la gente que amas sufrir? ¿¡¿Qué?!? Te escondes, te desapareces o intentas dar el tiempo hacia atrás. Yo no tenía excusas ya. Fue mi culpa por la vida asquerosa que llevé. Mis excesos, las drogas, el sexo y toda la gente a mi lado que por fama y fortuna solo buscaban mi caparazón, hicieron que me olvide que detrás de todo había un corazón que latía, que late y que hoy está por morir.

Me acordé del día que mi padre intentó encerrarme en un hospital psiquiátrico. Es irónico que el loco terminara siendo él. Yo simplemente era homosexual, aunque para él eso haya sido una locura. Si seguía viviendo con él seguro si enloquecía. Ese día salí corriendo en pelotas por mi casa y los vecinos me miraban despavoridos, sin embargo yo me sentí libre. En ese entonces era feliz. Poco a poco el dolor se fue apoderando de mi ser. Me dolía el mundo y sus frivolidades, pero lo que más me dolía era que yo era parte de él. Yo era modelo y no había un solo día en que no me drogara o terminara en una piscina atravesado por algún desconocido amante. “Rubén”, suspiré entre lágrimas. Él me había abandonado por mi estilo de vida lleno de vicios y exageraciones, yo le daba asco. Él fue lo más cercano al amor que llegué a experimentar. Era Rubén, el único que me agarraba del piso cuando desmayaba, el que limpiaba mis vómitos y mis heridas. El decía que eso no era lo que le repugnaba y que sus cuidados los hacía con amor, pero lo que si le daba asco era que yo me deje llevar por los vicios, por la gente, por la moda, por la comida, en fin, por el mundo.

Rubén se había ido ya hace un año y yo seguía enamorado de él. Pese a mis múltiples amantes nunca logré olvidarlo y ahora mucho menos, que nadie se fija en mí. Estoy flaco y ojeroso. Me estoy muriendo. Todos los amigos y fiestas se han terminado. Ahora en mi cama mis acompañantes eran un frasco inmenso de vitaminas, cinco frascos de pastillas y una caja de jeringas. Dormir y despertar para ver lo mismo, era vivir en la nada. Le pedí perdón a Dios, si es que me estaba observando en ese momento. Le pedí perdón a mi abuela porque sabía que ella si me estaba observando. Estaba más seguro de la existencia de mi abuela en el más allá que de la misma idea de Dios.

Mientras lloraba me desprendía del dolor y poco a poco me iba sintiendo libre porque me acercaba a mi meta. Llegué al lago de atrás de mi casa y me repleté los bolsillos de piedras. Caminé en un estado de trance hasta el lago. Me dirigía a él convencido de que ya no había nada para mí en este mundo, sólo dolor. Si es que existía el infierno, estaba preparado para él, ya que estaba seguro de que no había un dolor más grande al que hoy siento. Yo ya estaba en el infierno.

A unos pasos del lago sentí una inmensa paz, una extraña sensación de liberación dejaba atrás todas mis penas y mis angustias. Empecé a sentirme como aquella vez que salí corriendo en pelotas por la casa de mi padre. Agarré las piedras y una por una las tiré contra el suelo dejando ahí mi rabia y mi desconsuelo. “¡Hijos de puta!”, exclamé con ira. Luego con un tono de piedad, dije suavemente entre sollozos “déjenme vivir”.
Di la media vuelta y regresé a mi casa. Sin pensarlo dos veces marqué el número de Rubén. Era un año que no oía mi voz. Al contestar simplemente le dije, “Ven y hazme el amor. Se que me amas. No me queda mucho tiempo, me voy a morir”.
Rubén trató de hablar pero antes de que diga nada lo interrumpí, “Quiero morir, si quiero morir, pero antes quiero darme la oportunidad de vivir junto a ti”.




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03 marzo 2010

Mariposas de colores

Cuando estacioné el auto en el garaje, sabía que esa noche algo sería distinto. De afuera me perseguía un aroma a rosas y jazmines, mezclado con incienso. El aroma me dejaba un poco intranquilo. Olía a jardín, olía a lo que me imaginaba olería el paraíso.

Abrí la puerta de la casa y no escuché nada. No se escuchaba ni la televisión, ni la música que ella oía a todo volumen y que yo tanto odiaba, es música que yo decía ser de hippie. Ella siempre salía a saludarme con un beso, pero esta vez no salió. Sentí deseos de correr a nuestra habitación, pero algo en mí dijo que vaya a la terraza. Allí ella pasaba largas horas admirando la luna y las estrellas. A veces me decía que me quede con ella, pero yo no lo hacía. Muchas veces la dejaba sola allá arriba con la excusa de estar cansado y haber trabajado todo el día. En el fondo todo eso me aburría. Ella se quedaba ahí absorta admirando las estrellas.
“¿No lo sientes?”, me preguntaba.
“¿Qué cosa?”, contestaba yo sin la más mínima idea de lo que se refería.
“La magia. ¿No la sientes?”, me volvía a preguntar.
“No amor. Tengo sueño”, le respondía con mi discurso de siempre, “Aquí uno de los dos tiene que trabajar y traer el dinero. Yo no soy artista. Créeme, me gustaría serlo para poder darme el lujo de no hacer nada.”
Ella me miraba enojada, pero no decía nada y se bebía su copa de vino. Yo bajaba las escaleras pidiéndole que no se olvide de apagar las luces y no me daba cuenta de lo mucho que la hería.

Recordaba aquella escena mientras caminaba hacia la terraza. Al llegar abrí la puerta y en una milésima de segundo comprendí lo que quiere decir el vivir cada día de tu vida como si fuese el último. La encontré hermosa con su cabello negro largo ondulado como dormida, esperándome, pero yo no llegué a tiempo, no llegué. Arrodillado la admiraba, y hasta contaba cada una de sus pestañas. Sentía su paz. A pesar de la falta de rubor se veía más preciosa que nunca. Al verla pensé que ella conocía mucho mejor el mundo que le esperaba allá, que el mundo que había dejado acá. Bajé las escaleras con la vista nublada y con los ojos llenos de lágrimas no sabía a quien llamar. Lloraba y me lamentaba por no haberla sabido amar. Pasé años peleando con ella, o más bien no con ella sino con su manera de pensar. De alguna manera hasta la envidiaba. Yo era la materia, la lógica y las finanzas. Ella era tan diferente y tan incoherente con el mundo. Sus filosofías e ideales me enojaban porque los sentía siempre tan irreales, tan inmaduros. Casi siempre ella se sumía en su mundo al que yo no podía entrar, no porque no quisiera, sino porque sencillamente no tenía la capacidad de hacerlo. Ella siempre lo supo y yo sabía que le dolía porque ella, ella siempre me amó con todo su ser.

Llamé a la ambulancia y después de explicarle a la operadora lo que había visto, me di cuenta que lo que había dicho con voz quebrantada no era del todo cierto. Aquí no hay alguien que se había quitado la vida ingiriendo cincuenta pastillas, ya que yo sabía que ella ya había muerto hace mucho tiempo cuando sucedió aquel incidente con su padre. Ahí murió. Ahí se quedó en su mundo de estrellas y lunas. Ahí se me quedó y jamás la volví a ver. Ella jamás se logró recuperar. Ella no intentó quitarse la vida, no. La vida la mató.

Desde la terraza escuché las sirenas de la ambulancia a la distancia y corrí de regreso a donde se encontraba acostada, sin vida. Quería verla una vez más antes de que se la lleven. Pensé que tal vez ese día no debí haber ido al trabajo. Debí haberme quedado y abrazarla fuerte. Debí de haber perdido un día de mi realidad para estar con ella. Debí de haberla arrancado de ese mundo al que ella pertenecía si es que yo no podía entrar a con ella. Debí de haberme saltado la reja. Debí de haber invadido ese mundo y haberla rescatado. Quise regresar el tiempo para decirle que todo iba a estar bien. Tal vez un abrazo, tan solo un abrazo le habría salvado la vida a mi mujer. Pero me fui y ya no podía cambiar el orden de los hechos.

La ambulancia llegó al mismo tiempo que mi cordura. Al fin entendía las cosas que ella decía. Al fin entendí cuando ella me decía que no le importaban las cosas. Al fin entendí que ella solo quería ver junto a mi las estrellas del firmamento, más yo quería ver las de la televisión. Ahora daría todo por revivir aquel momento. Deseaba con todo mi ser volver a escuchar esa música que tanto odiaba. Quería volver a verla feliz, danzando ebria y descalza por la casa, diciéndome que me amaba e invitándome a su mundo mágico en la terraza. Hoy daría mi vida por ver las estrellas con ella.

Cayó la noche y sentí frío. Esa noche la luz de la luna alumbraba fuertemente junto a las estrellas. Estrellas que hoy ella ya no las vería. Ahora las veía yo solo. Las aprendí a ver ahora. Lloraba desconsolado porque ahora entendí a mi querida Ivonne. Ahora siento la magia de aquellas estrellas que jamás vi de esta manera.
“Míralas mi amor, hoy están tan hermosas y brillantes”, le decía con lágrimas en los ojos, “deslumbrando sobre tu cabeza, te han venido a ver”.
Volví a levantar la mirada hacia el cielo y le pedí perdón por no haberla comprendido sino hasta ahora.

Los dos jóvenes paramédicos que manejaban la ambulancia entraron y me encontraron llorando y hablando con ella. Al escucharlos me di la vuelta y los vi sorprendidos, pero no sabía por que. Por haber estado llorando no me había dado cuenta que mariposas de colores volaban en círculos sobre la cabeza de Ivonne y que una vez más aquel aroma a incienso perfumaba el ambiente. Nos quedamos todos callados. Uno de los muchachos tapaba su boca con la mano en señal de asombro y el otro agitado se movía en círculos sin saber como acercarse a ella para llevársela en la camilla. Se miraban entre ellos y se decían, “no se como acercarme a ella”.
Les dije, “no se preocupen que yo jamás aprendí”.



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01 marzo 2010

Alma Iluminada



Alma Iluminada

Nada es lo que aparenta ser
Nadie es lo que dice ser
La verdad
Esa sólo la conoces tú

Cuando se cierra la puerta
Y afuera queda la bulla
Dentro de ti
Sólo queda el silencio
Te carcomerán las mentiras
Se comerán lo malo
Que queda en ti
Saldrá a la luz la verdad
Dejándote limpio

Alma iluminada
De las mentiras
Ya no queda nada
En el cuerpo
Dejaste todo lo malo
Estás liviana
Estás ahora lejana
Te acercas a mi oído
Y me susurras
La verdad
Esa sólo la conoces tú.


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17 febrero 2010

La Novia

Sentada desde aquel puente los carros se veían de juguete y la gente parecía hormigas. Estaba sentada, con el ramo en una mano y en la otra con la carta que contenía los resultados de aquel fatídico análisis. Pensaba que si no la hubiese abierto estaría ahí, llena de nervios y felicidad, esperando por él. Pero la abrí. Ya es demasiado tarde para fingir. El matrimonio era para toda la vida y yo sólo tenía tres meses. No era justo para él. Nada era justo. Todo desde ahí arriba se veía pequeño. Y yo me sentía inmensamente infeliz.

Llegó un momento en el que el dolor se hizo tan grande que ya no lo sentía. Sólo deseaba que de alguna manera un suceso milagroso ocurriese. Era como que deseaba que la muerte me viniera a buscar. Yo la esperaba. Deseaba encontrar en la muerte el alivio final, para dejar de pensar que estaba condenada a morir y él a vivir sin mí.

Ya no sabía si seguir llorando. Ya no sabía si seguía ahí. Mis pensamientos me llevaron a otro lugar. No sabía si me había adelantado al infierno o si seguía estando la tierra. Ya no supe distinguir. En ese momento un pordiosero se me acercó. Creo que estaba enojado porque me hacía gestos con las manos para que me vaya. Yo estaba en lo que era su casa, y por su cara deduje que le asustaba mi actitud extraña. “Irónico”, pensé, la asustada debía de ser yo.

El hombre me observó por un buen rato, hasta que se decidió a hablarme. “¿Qué hace usted en este puente vestida de novia?”
No le contesté. Se dirigió de nuevo hacia mí con cara de reproche, “Tu novio te debe de estar esperando”. Tampoco le contesté.
“Sabes”, me dijo, “yo algún día tuve una novia así linda como tú”. Contaba el hombre con un aire de nostalgia, “Ella me hizo el hombre más feliz del mundo”.
Ahí voltee a verlo y le pregunte “¿Y qué paso?”.
A lo que el hombre contestó, “Ella murió”.
Su respuesta me estalló en el pecho. “¡No puede ser! ¿Por eso te hiciste pordiosero?”, le pregunté.
“No, lo hice porque ella no me dio la oportunidad de estar a su lado antes de morir. Prefirió irse. Prefirió dejarme solo. No me permitió vivir con ella los últimos instantes de su vida”. Aquellas palabras hicieron que una nube explotara en mi cabeza y desperté de lo que había sido un extraño trance. Al abrir los ojos vi que el pordiosero me seguía haciendo señas de lejos. Salí corriendo a la iglesia.

Llegué y ya no había nadie. Me senté en la primera banca desconsolada. Había sido un día muy extraño para mí. No sabía con que cara acercarme a José. ¿Qué diría él? ¿Qué explicación podría darle? ¿Me perdonaría? Pensé en el amor infinito que siento por él y en la injusticia de mi sentencia. ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué?

En ese momento sentí el golpe helado del agua en mi cara. “Despierta dormilona”, me dijo José mientras me salpicaba un poco del agua que estaba bebiendo. Me había quedado dormida en el sofá. Estábamos en la casa de sus padres pasando unas vacaciones en la playa. Me sentí aliviada. Había sido sólo un sueño. Lo llamé con voz de niña engreída y le pregunte “¿Me amas?”.
“Más que a mi vida misma”, me contestó con una ternura que solo él poseía.
“José, prométeme que nunca me vas a pedir que me case contigo”, le dije firmemente.
“¿Por qué?”, preguntó siguiéndome la corriente, “¿Acaso me dejarías plantado en el altar?”
Demore unos segundos en responderle. “Temo no poder cumplirte y estar contigo para toda la vida”, le dije mirándolo a los ojos.
“¡Qué cosas dices mi amor!”, dijo con seguridad, “tú y yo siempre estaremos juntos”.
“Si mi amor, siempre”, suspiré.
Le di un beso apasionado, de aquellos que parecen no tener final, de aquellos en los que dejas un poco tu vida en los labios de la otra persona. Luego le acaricié la mejilla y le dije que iba al baño. De pie en el baño me miraba al espejo y apreciaba en mis ojos la felicidad del amor. Sin embargo me vi un poco demacrada y pálida. Intenté cubrirme las ojeras con algo de maquillaje y de peinarme un poco. Abrí la llave mientras observaba impávida como los mechones de cabello se iban por el caño silenciosamente, así como se me iba la vida.


Y es ahora que aprendo a vivir
Ahora que me duele cada uno de los órganos
Ahora que la juventud se me escapa de las manos
Aprendo ahora lo que es vivir
Y las ganas son mucho más que el tiempo
Ya no discuto ni celebro
Estoy en un estado de alegría constante
Tan sólo con saber que aún respiro, existo.

Ya no me interesan la ropa ni los zapatos
Me interesa mucho menos la gente
O los llantos escondidos, las máscaras
Yo camino descalza y desnuda
En medio del campo de batalla
Es ahora que aprendo a vivir.

Es ahora que aprendo a vivir
Ya no deseo ser mejor ni peor
Porque al fin entendí quien fui
Porque al fin me entendí.
Me amo y me acepto,
Será que sólo así se puede
Con dignidad y felicidad morir.



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