13 marzo 2010

Por Amor Nadie Muere

Puedo caminar hasta cuando me duelen los pies, pero no consigo dar un solo paso con dolor en el corazón.

Los artistas como yo conocemos nuestro final. Escribo ahora mi última carta, la que espero lea él, aunque no se si me ama o si alguna vez me amó como yo le amé.

Querido Rubén,

Pausé y miré hacia el horizonte. Sentí una sensación de apuro, como si la muerte se fuese a enojar por hacerla esperar unos minutos más. Pensé en mi madre, en la familia y en toda la gente que se molestaría por mi suicidio en plena época Navideña. Sonriendo me dije a mi mismo, “cada quien se mata cuando quiere”. Hasta planeando mi suicido contaba con sentido del humor.

Lo cierto es que yo no me suicidaba porque quería, sino porque ya no podía más con mi dolor. Ahora que lo pienso, nunca pude con este mundo. No se si el mundo me terminó comiendo vivo o yo me termine comiendo al mundo. Lo que sé es que el débil terminé siendo yo.

Querido Rubén,

Espero que…


Una vez más me detuve, agarré la hoja y la arrugué contra mi pecho. ¡No podía ni escribir la puta carta! Me dolía el alma y a no podía más. ¿Qué se hace cuando ves que la vida se te va de las manos? ¿Qué se hace cuando ves a la gente que amas sufrir? ¿¡¿Qué?!? Te escondes, te desapareces o intentas dar el tiempo hacia atrás. Yo no tenía excusas ya. Fue mi culpa por la vida asquerosa que llevé. Mis excesos, las drogas, el sexo y toda la gente a mi lado que por fama y fortuna solo buscaban mi caparazón, hicieron que me olvide que detrás de todo había un corazón que latía, que late y que hoy está por morir.

Me acordé del día que mi padre intentó encerrarme en un hospital psiquiátrico. Es irónico que el loco terminara siendo él. Yo simplemente era homosexual, aunque para él eso haya sido una locura. Si seguía viviendo con él seguro si enloquecía. Ese día salí corriendo en pelotas por mi casa y los vecinos me miraban despavoridos, sin embargo yo me sentí libre. En ese entonces era feliz. Poco a poco el dolor se fue apoderando de mi ser. Me dolía el mundo y sus frivolidades, pero lo que más me dolía era que yo era parte de él. Yo era modelo y no había un solo día en que no me drogara o terminara en una piscina atravesado por algún desconocido amante. “Rubén”, suspiré entre lágrimas. Él me había abandonado por mi estilo de vida lleno de vicios y exageraciones, yo le daba asco. Él fue lo más cercano al amor que llegué a experimentar. Era Rubén, el único que me agarraba del piso cuando desmayaba, el que limpiaba mis vómitos y mis heridas. El decía que eso no era lo que le repugnaba y que sus cuidados los hacía con amor, pero lo que si le daba asco era que yo me deje llevar por los vicios, por la gente, por la moda, por la comida, en fin, por el mundo.

Rubén se había ido ya hace un año y yo seguía enamorado de él. Pese a mis múltiples amantes nunca logré olvidarlo y ahora mucho menos, que nadie se fija en mí. Estoy flaco y ojeroso. Me estoy muriendo. Todos los amigos y fiestas se han terminado. Ahora en mi cama mis acompañantes eran un frasco inmenso de vitaminas, cinco frascos de pastillas y una caja de jeringas. Dormir y despertar para ver lo mismo, era vivir en la nada. Le pedí perdón a Dios, si es que me estaba observando en ese momento. Le pedí perdón a mi abuela porque sabía que ella si me estaba observando. Estaba más seguro de la existencia de mi abuela en el más allá que de la misma idea de Dios.

Mientras lloraba me desprendía del dolor y poco a poco me iba sintiendo libre porque me acercaba a mi meta. Llegué al lago de atrás de mi casa y me repleté los bolsillos de piedras. Caminé en un estado de trance hasta el lago. Me dirigía a él convencido de que ya no había nada para mí en este mundo, sólo dolor. Si es que existía el infierno, estaba preparado para él, ya que estaba seguro de que no había un dolor más grande al que hoy siento. Yo ya estaba en el infierno.

A unos pasos del lago sentí una inmensa paz, una extraña sensación de liberación dejaba atrás todas mis penas y mis angustias. Empecé a sentirme como aquella vez que salí corriendo en pelotas por la casa de mi padre. Agarré las piedras y una por una las tiré contra el suelo dejando ahí mi rabia y mi desconsuelo. “¡Hijos de puta!”, exclamé con ira. Luego con un tono de piedad, dije suavemente entre sollozos “déjenme vivir”.
Di la media vuelta y regresé a mi casa. Sin pensarlo dos veces marqué el número de Rubén. Era un año que no oía mi voz. Al contestar simplemente le dije, “Ven y hazme el amor. Se que me amas. No me queda mucho tiempo, me voy a morir”.
Rubén trató de hablar pero antes de que diga nada lo interrumpí, “Quiero morir, si quiero morir, pero antes quiero darme la oportunidad de vivir junto a ti”.




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