08 enero 2010

Sálvate del Mal de los Artistas


“Sálvate del mal de los artistas, de la melancolía y depresión”. Creo que esa frase la escuché antes, no recuerdo. Solo notaba sus manos arrugadas, acariciando su cabeza con unos cuantos cabellos plateados. Creo que Don Cortez veía en mí un espejo, me veía y tal vez sentía miedo. El no quería que yo terminara como él: un viejo acabado, sin dinero y en la sala de un psiquiátrico. Sin embargo yo lo visitaba, pasaba largas horas hablando con él. Siempre llevaba un cuadernito que cada que le escuchaba decir algo interesante, no dudaba en apuntarlo. Don Cortez era un baúl de conocimientos, un baúl abandonado por viejo y polvoriento y que nadie se había detenido a abrir. Una vez que abría su boca y narraba sus historias, era para mí el hombre más sabio de la tierra y no entendía por que lo habían encerrado. No entendía como su luz estaba escondida en un lugar como este.

“Me voy Sr. Cortez”. Mas el nunca se despedía. Solo miraba hacia la ventana y me hacía un gesto con la mano como diciendo vete ya. En el camino pensé en lo que el me había dicho: sálvate del mal de los artistas, de la melancolía y depresión. ¡Pero si yo no era artista!

Seguí en la carretera. En el asiento de al lado había colocado el cuadernito donde apuntaba sus comentarios. Las visitas a Don Cortez empezaron como la tarea de una clase de psicología y ahora eran una rutina en mi vida. Visitar a aquel viejo era algo que yo esperaba con ansias hacer después de clases. La clase estaba por terminar y me daba un poco de melancolía. Volví a pensar en la frase: sálvate del mal de los artistas, de la melancolía y depresión.

A día siguiente fui a visitar a Don Cortez como de costumbre, para encontrarme con lo que yo más me temía, algo que había pensado varias veces pero jamás pensé en vivirlo. Le estaban aplicando sedantes a Don Cortez. Lo vi en la cama postrado, sedado. Ya no me hablaba. Me senté a su lado a llorar. Era como ver a un árbol sin vida, sin sus raíces, muerto. Aunque sabia que estaba sedado, no muerto, no podía parar de llorar. Esperé por las enfermeras o alguien a quien reclamarle tremenda barbarie. Llegó la doctora y me preguntó, “¿Usted que hace aquí, es usted algún pariente?”. Preferí omitir respuesta a tan absurda pregunta y fui directo al grano, “¿Por qué sedaron a Don Cortez?”
“Señorita ¿cual es su apellido?”, preguntó la doctora de manera déspota.
“Rivera”, contesté.
“Pues bien Señorita Rivera”, dijo la doctora, “el paciente ha presentado conductas violentas. Casi le parte la cabeza a una enfermera con una tasa así que tuvimos que sedarlo”.
“Pero, eso no puede ser cierto doctora”, contesté indignada, “debe de haber un error, el ha estado tranquilo lo he visto todos los días”.
La doctora me interrumpió, “al parecer la enferma quiso guardar un cuaderno que encontró debajo de su colchón y el reaccionó así.”
“¿Donde esta el cuaderno?”, pregunté.
“Aquel cuaderno sigue debajo del colchón, nadie más se atrevió a tocarlo”, contestó la doctora y perdiéndome la paciencia dijo, “con su permiso Señorita Rivera, tengo más pacientes que atender. Procure no quedarse mucho tiempo aquí, las visitas son solo para familiares”.
A lo que yo contesté, “descuide Doctora, por lo que veo usted desconoce de la vida de sus pacientes, acá Don Cortez no tiene a nadie, soy yo la única que lo visita.”
“Pues como quiera señorita”, dijo la doctora, “igual debe de marcharse pronto. Solo le obsequio quince minutos más de visita”. Al marcharse la doctora yo solo pude responderle con una mueca.

Agarré la mano de Don Cortez, y le dije “viejo tonto, ¿Qué hiciste?, ¿Qué guardas en ese cuaderno? Pensé que la de los cuadernos era yo”. Y de repente se me ocurrió correr con mejor suerte que la enfermera e intenté buscar debajo del colchón. Vaya sorpresa cuando de una sola salió aquel cuaderno. Abrí el cuaderno y jamás esperé encontrarme con lo que allí estaba escrito:

Señorita Rivera, esto es para usted. No solo un viejo como yo dice cosas interesantes, aquí están todas las cosas hermosas que usted ha dicho durante nuestras conversaciones. Júntelas con las mías y escriba usted su primer libro.

Abracé aquel cuaderno junto a mi pecho, busque el mío y sonreí. Entonces la frase que él me había dicho aquel día “sálvate del mal de los artistas, de la depresión y melancolía” obtuvo un diferente significado. En aquella sala de aquel hospital psiquiátrico había nacido un libro, un artista. Y solo Dios sabe si me salvaría de la melancolía y la depresión.



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